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DE EXPERIENCIAS VIVIDAS




Hoy acompañé a mi mujer al Hospital. Era por una razón fantástica: embarazo. Le tocaba sacarse sangre y, sin previo aviso (¡ay, esa descoordinación!), análisis de orina. Hasta ahí, todo genial. De esas veces, pocas, que uno tiene ocasión de “rendir visita” a un centro sanitario tranquilo y contento.

Ya en la sala de espera, lo primero que advierto, sin comprenderlo demasiado, es un ambiente apagado, casi plúmbeo, que lo inunda prácticamente todo, caras serias y ánimos apocados de los pacientes (más de diez). Incluso escucho alguna que otra regañina huérfana de tacto  (“ese cochecito –de bebé- molesta en el pasillo, póngalo más allá, que no se lo va a robar nadie”, se queja una auxiliar).  En ese momento uno se llega a cuestionar si hasta la melodía más suave no podría resultar incómoda…

Ese silencio atronador lo interrumpe, de vez en cuando, el balbuceo de un bebé de unos ocho meses al que, con ternura, acaricia su papá y su mamá besa, conscientes del llanto -no es la primera vez- con que, seguro, responderá su pequeño a la aguja.

Pero, ¡vaya!, ese bebé no viene por Urgencias. Su mamá se queja, correcta pero amarga, de que un bebé no tenga preferencia, pero se resigna. La respuesta que obtiene de un celador es: “lo siento señora, tiene que esperar su turno, salvo que los demás pacientes quieran cederle el suyo”.

La familia de tres se sitúa justo detrás de mí. Guardan cola, y son los últimos. El pequeño me regala miradas henchidas de inocencia, y, ajeno aún a lo que le espera, me sonríe. “Por qué tendrás que estar tú aquí”, pregunto a sus ojos. Y siento emoción.

No comprendo la situación, no entiendo a qué poderosa razón responde que un bebé tenga que esperar su turno. Será cuestión de protocolo, seguro, y razones habrá, presumo. La gente lo acepta, sí, pero su ánimo se conmueve; su contrariedad, unánime, se percibe. A veces, no hacen falta palabras…

No es justo, pienso. Es un bebé. Y entonces mi mujer me mira, casi compasiva. Sus ojos comparten sentimientos. Damos el paso. Preguntamos a los demás pacientes si tendrían inconveniente en ceder su turno; propuesta que todos aceptan de inmediato, sin titubeos. Ya estaban antes de acuerdo…

Desde luego, lo descrito lejos está de merecer ninguna clase de reconocimiento pero sí creo que es una buena muestra, aun humilde, del poder de las personas, ante las que, a veces, ceden los protocolos.

En nuestras manos está, también, mejorar las cosas.


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