“No basta que la mujer del César sea honesta; también tiene que
parecerlo”, son palabras de las que, según Plutarco (“Vidas paralelas”), se
sirvió Julio César para reprobar y, a la postre, divorciarse de su mujer
-Pompeya- a pesar de ser consciente de que no le había sido infiel con un
patricio romano -Publio Clodio Pulcro- que estaba enamorado de ella y que, por
tan poderosa razón, llegó a colarse en una fiesta a la que sólo podían asistir
mujeres, entre las que se encontraba Pompeya.
Serlo, sin duda, pero
también parecerlo. Estoy de acuerdo.
A la importancia de la
apariencia también se refirió Maquiavelo en su obra “El príncipe”, en la que
encontramos la siguiente reflexión: “pocos
ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos”.
Es el poder, innegable,
de lo estético, de lo aparente, que todo lo impregna, que llega a esclavizar a
personas y frente al que pueden caer rendidos los más pétreos e insoslayables principios
rectores de la vida pacífica en sociedad. Estado de Derecho, imperio de la Ley,
independencia judicial, separación de poderes. Eso: separación de poderes…Montesquieu…“El espíritu de las leyes” (acceso a obra).
Como ciudadanos
necesitamos algo más que magnos textos, que interminables códigos, que
alambicadas normas para creer que la separación de poderes, clave de bóveda de
todo Estado de Derecho, es real, efectiva. La confianza es también cuestión de
estética, de apariencia.
Como diría Julio César, no basta con que exista separación
de poderes (que va de suyo que existe), también tiene parecerlo. ¿Y lo parece
siempre? Permítanme un ejemplo, que ilustro con la siguiente imagen
Es Mérida: en la parte
inferior derecha se encuentra el Palacio de Justicia; toda la parte izquierda
es Junta de Extremadura (donde se encuentra el despacho del jefe de sus
servicios jurídicos).
Como ven, estéticamente
la separación entre el poder ejecutivo y el judicial deja mucho que desear.
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